sábado, 9 de junio de 2007

Mientras bajaba por el barranco tuve la certeza de que aquel sería mi último día de playa en el verano del 66

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-1-

Mientras bajaba por el barranco tuve la certeza de que aquel sería mi último día de playa en el verano del 66. Habíamos estado fumándonos un Chester, compartido hasta la pava, en la puerta del Mané y al grito de: “maricón el último”, nos tiramos barranco abajo, empujándonos, riéndonos contentos de compartir el último día de playa, sabiendo que también era el último de juegos, peleas y charlas interminables, sintiendo esa tristeza indefinible por algo que se acaba, inmediatamente desechada; el nuevo curso comenzaba al día siguiente, todo eso quedaría atrás, postergado hasta el próximo verano, sabiendo cada uno de nosotros que ya nada volvería a ser igual, no podía serlo…

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-2-

Mientras bajaba por el barranco tuve la certeza de que aquel sería mi último día de playa en el verano del 66. Y la culpa fue mía ¿para qué darle más vueltas? ¿A quién se le ocurre hacerle caso al “luciferino”? El puñetero niño es que no pensaba en otra cosa y no tuvo otra ocurrencia que proponerme levantarle la falda a Rosita, y yo acepté. Me dijo:

- Yo le pregunto por su hermano, y tú vas por detrás y le levantas la falda... pero ten cuidao que se vuelve mu rápido y pega unas tortas que pican mucho.


Y eso hice. Le levanté la falda. Y, bueno, ya que la fechoría estaba hecha me entretuve un poquillo en mirar qué cosa era esa tan interesante... pero antes de ver nada recibí un tortazo bastante notable, de esos que dejan un pitido en el oído. Pero lo peor es que la niña se chivó a su madre, y su madre al maestro, y el maestro seguro que mañana se lo dice a mi madre... O sea, seguro que me castigan sin playa el resto del verano...


...el problema es que estamos en junio.


¡Jodido “luciferino”!

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-3-

Mientras bajaba por el barranco tuve la certeza de que aquel sería mi último día de playa en el verano del 66. Íbamos con las toallas al hombro, andando con pasos cortitos, deseando que aquel camino no acabase nunca...Nos mirábamos y sonreíamos pero no nos salían las palabras. Había un nudo en la garganta que hasta costaba tragar. Los dos intuíamos que ese sería nuestro último paseo. En un tramo del camino, tropecé y, de pronto, nos vimos con las manos cogidas fuertemente como si quisiéramos trasmitir, a través de ellas, esas palabras que no se atrevían a salir... Mirándonos fijamente a los ojos, sonreímos y casi a la vez dijimos...¡Te quiero!...

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-4-

Mientras bajaba por el barranco tuve la certeza de que aquel sería mi último día de playa en el verano del 66, habíamos estado fumándonos un Chester, compartido hasta la pava, en la puerta del Mané y el “luciferino” no tuvo otra ocurrencia que proponer levantarle la falda a Rosita. Al grito de: “maricón el último”, nos tiramos barranco abajo, empujándonos, riéndonos…

Mientras tanto, el Chechi y C. bajaban con las toallas al hombro, andando con pasos cortitos, deseando que aquel camino no acabase nunca. Se miraban y sonreían pero no les salían las palabras. De pronto, se vieron con las manos cogidas fuertemente… y es que algunos estaban dejando de ser niños.

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-5-

Mientras bajaba por el barranco tuve la certeza de que aquel sería mi último día de playa en el verano del 66; de repente me cogió suavemente de la mano y nos miramos como sólo nosotros sabíamos hacerlo: ojos extraviados, mirada perdida y nuestras lenguas anestesiadas por algo que bebimos debajo del castaño del ahorcado. En ese instante supimos de verdad que la vida nos iba a separar, por lo menos, media vida.

Nada menos que cuarenta años...


Pero nos encontramos y cuando nos vimos de nuevo, todo y nada había cambiado. Éramos distintos. Nuestros cuerpos habían cambiado pero nuestra mirada nos recordó que éramos los mismos cómplices de antaño: seguíamos con ganas de vivir, de reír de amarnos y de complicarnos la vida...


¡¡¡Que complicación más buena, chiquillo!!!

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-6-

Mientras bajaba por el barranco tuve la certeza de que aquel sería mi último día de playa en el verano del 66. Tras aquel último día, una niña de aquel grupo no volvió más a aquella playa; conoció a su otra mitad, vivía lejos del barrio, ella se integró en el ambiente en el que él se movía y poco a poco, sin darse cuenta, se fue descolgando de sus amigos de siempre, pero después de mucho tiempo dos niños, de aquellos que ella no tuvo en cuenta, jugaron como auténticos duendecillos traviesos y volvieron a unir a la niña a su grupo de amigos de la infancia.

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-7-

Mientras bajaba por el barranco tuve la certeza de que aquel sería mi último día de playa en el verano del 66, ¡y acababa de empezar! Pero es que yo llegaba de Granada y venía más blanca que la leche. Así que hasta que no cogiera color no tenía más remedio que buscar un sitio aislado en donde poder tomar el sol y que no me vieran los demás.


Más que un barranco, era una pendiente altísima que desembocaba en una playa llena de piedras enormes que te hacían polvo los pies. Llevaba unas zapatillas de goma feísimas, pero por lo menos podía bañarme sin hacerme daño.


Ya los conocía a todos, me habían aceptado estupendamente y no estaba dispuesta a que me vieran de esa guisa.


Lo malo era que arrastraba a mi madre conmigo, así que ya os podéis imaginar el espectáculo.

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-8-

Mientras bajaba por el barranco tuve la certeza de que aquel sería mi último día de playa en el verano del 66 y que, por una razón o por otra, ese día, 2 de septiembre, cumpleaños de Mari Carmen Peña lo iba a recordar mientras viviera.

Me dirigía a la playa atravesando la huerta, cómo siempre y cómo ídem, pasé por el lado de un toro que había estado todo el verano amarrado a un árbol, pastando las pocas hierbas que, a esas alturas del estío quedaban. Divisé una caja cuadrada, más grande que una de zapatos y pensé que era justo del tamaño que buscaba para prepararle un regalo sorpresa a Mari Carmen.

Y la vuelta del baño la hice por la huerta con la intención de recoger la caja. El toro todo ese tiempo no me había inspirado miedo, así es que me acerqué sin temor a recoger la dichosa caja. En ese preciso momento, el toro, que yo creía atado, arrancó a andar y venía derechito a mí. Sudorosa, sin aliento y gritando cómo una posesa: -"socorro, socorro", intentaba subir la pendiente de la huerta, las chanclas se me resbalaban, acabé perdiéndolas y me veía perdida corneada por el jodío toro, cuando, al sentir mis gritos, mi hermano Mané se asoma a ver qué está ocurriendo. Viéndome en semejante situación rompe a reír hasta que se da cuenta de que la cosa es seria y viene a salvarme. Recuerdo que corrimos por mi calle (él también) como locos hasta sentirnos a salvo en casa.

Ni que decir tiene que no volví a atravesar la huerta en todo lo que quedó de verano.

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-9-

Mientras bajaba por el barranco tuve la certeza de que aquel sería mi último día de playa en el verano del 66 y posiblemente en mucho tiempo, quizás no volvería nunca.

A las 9.30 de la mañana del día siguiente tenía la cita con el Dr. Vallejo, que con tanta ansiedad esperaba.

Ya hacía un mes desde que me hicieron aquellas pruebas y aquellos extraños análisis. Además de extraerme sangre, me tomaron muestras de mi cabello, de las uñas y me rasparon la piel con un aparato que me recordaba un utensilio de cocina que mi madre utilizaba para picar ajos. Todo aquello lo enviaron urgentemente a Madrid, a un instituto de investigación en donde, según el Dr. Vallejo, solamente trabajaban eminencias, las mentes más prestigiosas de la ciencia en España y que había venido incluso algún científico americano.

-¿Quién te manda a ti meterte en estos follones?, me repetía mi madre, llorando al tiempo que me daba besos y me miraba con ojos de desesperación, -¡ Ya te había dicho tu padre que eso de la pesca submarina te iba a costar caro!.-

-¡Y yo que sé, mamá!, le contestaba. -¡A ver si voy a tener la culpa encima!.

-¡Calla niño!, me decía mi madre en voz baja.

La verdad es que en aquellos momentos hubiera preferido convertirme en maricón antes que haber bajado hasta el fondo de calamocarro y haber abierto los dos bidones metálicos y dorados que me deslumbraban desde la superficie. Me costó, pero al final lo conseguí, eran más de quince metros. Cuando tiré de la tapa de uno de ellos, el corazón me latía a toda velocidad, estaba seguro de que de allí dentro iba a salir por lo menos un buen pargo. ¡Menudo pedazo de nasa había encontrado!

Y de pronto se oscureció todo, como si en vez de un bidón fuera un calamar, se llenó todo de una tinta oscura que me desorientó por completo. Llegué medio ahogado a la superficie y como pude, alcancé la orilla. Allí se formó un revuelo muy grande al ver la gran mancha negra y al poco tiempo llegó un jeep militar que me llevó al hospital.

Durante el trayecto, el capitán que me acompañaba no paraba de preguntarme si había leído lo que ponía en los bidones.

-"¡Pero cómo voy a leer ná, si estaba to negro !Por poco me quedo allí y usté dale que dale con lo que ponía.”

Cuando el Dr. Vallejo me dijo que no tenía nada, que las pruebas habían dado negativas, sentí un gran alivio. Yo ya me había hecho a la idea que de esa no salía y me veía en una cama de hospital rodeado de esos eminentes doctores con entradas pronunciadas y perillas canosa que día tras otro me raspaban la piel y me hacían pruebas.

Cuando me marchaba, el doctor, para tranquilizarme, me confesó, casi susurrando que un barco militar americano había perdido parte de la carga de un material que transportaban a Rota y que, en un principio pensaron que se trataba de un material peligroso. Y nada de eso, lo que me había saltado en mi misma cara era totalmente inocuo.

Lejos de tranquilizarme, aquella confidencia me inquietó. De hecho la playa de calamocarro estuvo acordonada más de un año. Por algo sería.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero la pesadilla se me repite: intento salir de un mar negro en donde no se ve ni un solo pez, todo el fondo está lleno de bidones y cuando más desesperado estoy me despierto sobresaltado. No sé si lo que me pasa es a consecuencia de aquel liquido negro. No sé si el Dr. Vallejo me dijo la verdad. Lo que sí es cierto es que desde entonces ya no se volvieron a ver esos meros que se solían pescar por allí y las lapas y los mejillones desparecieron poco a poco de las piedras. En cierto modo aquel día fue mi último día en la playa.

Como decía mi padre: -" La culpa de to esto, la tienen los americanos".

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-10-

Mientras bajaba por el barranco tuve la certeza de que aquel sería mi último día de playa en el verano del 66. Mi madre me había obligado a esperar a mi hermana, pero la muy pava bajaba con una lentitud desesperante y estudiada, con el único objetivo de hacerse la encontradiza con su amigo, así que salí corriendo y bajé a saltos -como siempre- la última parte del barranco.

Tenía un enorme deseo de alcanzar la playa donde ya se encontraba toda mi gente. Nada más llegar, y sin prestar atención a las quejas de Rosi sobre nosequéasunto y un tortazo a alguien, me puse las aletas y nadé hasta las proximidades de las mellizas. Conocía el sitio a la perfección y en qué lugar se encontraría mi objetivo. Me zambullí, y después de un par de intentos conseguí mi presa: una preciosa concha nacarada, casi transparente, de una luz brillante en su interior, y con los bordes absolutamente perfilados y en perfecto estado.

Era un refugio para los sueños, mi regalo de despedida. Un recuerdo para quien hasta entonces había alumbrado mi pensamiento de ilusiones y embutido mi estómago de mariposas.

Sólo más tarde, al regreso, en una lenta y plomiza subida por el barranco, tomé plena conciencia de que no sólo era mi último día de playa en el verano del 66, sino también mi último día en el barrio.

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